Son varias las personas que me han comentado que esta foto les inquieta. A mi personalmente me encanta (aunque está mal que yo lo diga) pero es que tenía muchas ganas desde hace tiempo de sacar fotos en el río. Y a veces la que está metida en el ajo es la última en percatarse de ciertos detalles y es incapaz de mirarla con unos nuevos ojos. Una de esas personas me argumentó el por qué y la verdad es que después de mandarme el argumento de la cuestión por correo no tuve mas remedio que admitir cierta similitud.
Se trata de una de las leyendas de Bécquer, "Los ojos verdes" y qué decir que me encantó la comparación, aunque la chica de mi foto no tenga los ojos de ese color, pero en su día cuándo las lei fue de las que más me gustó. En fin, os la dejo aquí por si a alguien le apetece leerla.
-Herido va el ciervo... herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la sangre
entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado
sus piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban... en cuarenta
años de montero no he visto mejor golpe...
Pero. ¡por San Saturio, patrón de
Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas
trompas hasta echar los hígados, y hundidle a los corceles una cuarta de hierro
en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los álamos; y si la
salva antes de morir podemos darle por perdido?
Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas,
el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con
nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros se dirigió al
punto que Íñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como
el más a propósito para cortarle el paso a la res.
Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas
jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo rápido como una saeta,
las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una
trocha que conducía a la fuente.
-¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! -gritó Íñígo entonces-; estaba de Dios que había
de marcharse.